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La misericordia: la única revolución que SALVA

  • Writer: Raquel Reguera
    Raquel Reguera
  • Jul 4
  • 3 min read

Cada día despertamos a un mundo que apaga el sentido de nuestro existir. Odio, injusticia, desesperanza, agonía… Para muchos, estos desmanes son prueba de un Dios incierto, un soberano distante que, en pos de su trono, ha descuidado a su creación. Y aunque culpar a Dios es, quizás, la salida más fácil y previsible… también es la más cobarde. Porque la pregunta no es dónde está Dios, sino dónde estamos nosotros ante el grito del dolor, de la injusticia o de la desolación.


Parafraseando al teólogo Jürgen Moltmann:

“No toda pregunta por el sufrimiento humano es una acusación contra Dios. A veces es una acusación contra los hombres que permanecen en silencio.”


Y sí… últimamente escucho demasiado silencio. Silencio sordo que enfatiza a esas voces prepotentes que, desde su bandera grandilocuente, ahogan el último suspiro de la sumisa tristeza generalizada.


Y aunque pareciera que el rumbo funesto de esta agonía fuera inminente, hay una palabra que sobrevive a ese estruendo y a ese vacío. Una palabra antigua, solemne y, en los tiempos que corren, casi olvidada… Misericordia.


Porque allí donde hay dolor, opresión, injusticia o abuso, la misericordia encuentra su foco de acción, no como consuelo blando, sino como acto subversivo. No como el recurso del ingenuo, sino como la única fuerza capaz de interrumpir la caída, y el resorte que impide que la humanidad se hunda del todo.


Porque cuando todo parece romperse, la misericordia no explica: se acerca. No justifica: sostiene. No teoriza: levanta.


Misericordia: El latido de Dios entre la justicia y la compasión


Desde el principio, la historia de Dios con la humanidad ha estado marcada por la misericordia. No como un gesto ocasional ni una excepción emocional, sino como el pulso más fiel del corazón divino. Así se descubre en las primeras palabras que Dios dice de sí mismo: “Misericordioso y clemente, lento para la ira y grande en amor” (Éxodo 34:6). Una compasión que, a lo largo del Antiguo Testamento, no solo perdona, sino que camina con el esclavo, alimenta al huérfano, defiende a la viuda, incluye al excluido y permanece fiel incluso cuando el pueblo olvida.



Caminando por el Nuevo Testamento, esta misericordia se encarna en la figura de Cristo y es reconocida y elevada por los Padres de la Iglesia como el rostro más claro del amor de Dios hacia la humanidad (Juan 1:14; Juan 14:9; Hebreos 1:3; Colosenses 1:15,19; Romanos 5:8). Una misericordia que no se queda en los cielos, sino que baja, toca, llora, sana y se deja herir de muerte para poder resucitar en nosotros ese gesto de compasión que abraza sin condición. Misericordia que no escribió tratados, sino que tocó al excluido, se detuvo ante la samaritana, comió con los pecadores y lloró con sus amigos. Sanando sin condiciones, amando sin prejuicios y defendiendo sin miedo.


Por eso, cuando nos toca ser testigos de esos momentos donde nuestros brazos tienen que alcanzar al desprotegido, es ahí que nuestra labor misericordiosa tiene que romper protocolos, desafiar narrativas y humanizar sistemas rotos. Pues ya no tenemos tiempo solo para sentir: es tiempo de posicionarse. De tomar partido no por ideologías, sino por personas concretas: las que sufren, las que lloran, las que pierden, las que son olvidadas entre planes económicos o estadísticas.

Pues una fe sin misericordia es ideología, y una espiritualidad sin compasión es privilegio disfrazado de religión. (Mateo 23:4; Isaías 58:6–7; Santiago 2:15–17; Miqueas 6:6–8; Mateo 9:13; 1 Juan 3:17–18)


Y no solo la fe, también la ciencia comienza a susurrar lo mismo. Estudios recientes han demostrado que el ser humano está biológicamente diseñado para responder al sufrimiento del otro. Nuestras neuronas espejo se activan ante el dolor ajeno; el sistema límbico reacciona con ternura; y la oxitocina conocida como la hormona del apego, se libera cuando cuidamos, cuando abrazamos, cuando acompañamos. La misericordia no es solo mandato divino: es también impulso vivo, y esa huella sobresaliente de nuestro de Creador en nuestros cuerpos. Una revolución silenciosa que empieza en la sangre y se transforma en acción, en abrazo, en gesto.




Porque en este tiempo donde lo superficial domina, donde la prisa aplasta y el algoritmo decide qué vale y qué deja fuera, la misericordia se alza como la forma más perfecta de revolución. Una sensibilidad divina que no necesita de pancartas ni micrófonos. no busca poder, ni siquiera recompensas… Sencillamente interrumpe, abraza, resucita con una ternura que camina con valentía, una fe que se atreve a tocar la herida y mancharse las manos.

Hoy, más que nunca, la misericordia no es una opción devocional: es la urgencia ética, el corazón del Reino de los cielos y la única revolución que salva.

 
 
 

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